Era el 16 de septiembre de 1810 por la mañana. El sol todavía no salía y las personas apenas se preparaban para salir de sus casas y trabajar, principalmente en el campo. Parecía ser un día igual a los demás, hasta que la cotidianeidad de los mexicanos se vio sacudida.
El cura Miguel Hidalgo y Costilla, en compañía de Ignacio Allende y Juan Aldama, corrió con un estandarte en mano a la Parroquia de Dolores en la ahora entidad de Hidalgo. De manera enérgica tocó las campanas de la iglesia en la que oficiaba misa, e hizo un llamado para que el pueblo se levantara en armas.
Desde entonces, la figura del sacerdote de cabello blanco ha sido recordada. Se convirtió en uno de los personajes de la historia mexicana más prominentes, y un héroe de la Independencia de México.
Sin embargo, investigaciones en torno a su figura han desmitificado al combatiente. Su imagen idealizada de clérigo incorruptible y benefactor ha cambiado a lo largo del tiempo mientras más información se tiene de él.
Hace tiempo atrás se dio a conocer que Miguel Hidalgo y Costilla antes de liderar la guerra en 1810, no era un cura como todos. Eugenio Aguirre, escritor, ha dedicado gran parte de su vida a estudiar la enigmática figura del sacerdote.
En su historia encontró que era un hombre acaudalado, con más de una novia y al menos cinco hijos. Gustaba del vino, teatro y las corridas de toros. Tenía una vida social muy activa y su relación con los habitantes de la ciudad de Dolores, era más de amigos que de un cura con sus apóstoles.
Según cuenta Aguirre, la posición de Hidalgo en contra de la corona española comenzó cuando su riqueza empezó a bajar por la imposición de impuestos. “Hidalgo nunca buscó la conspiración, nunca buscó la lucha insurgente”, enuncia el escritor en su libro Hidalgo, entre la virtud y el vicio.
Fue otro grupo de personas quienes planearon la Independencia. Ellos buscaron al cura por su cercanía con diferentes estratos sociales pero, sobre todo, con los hombres ricos y poderosos que tal vez podrían unirse a la lucha.
No era una persona mala, pero al unirse a la Independencia y tener poder sobre miles de personas, Hidalgo exploró una faceta de “Estudió náhuatl para ir a las comunidades más lejanas a confesar a los indígenas (…) Abrió empresas de cerámica y otras artesanías para dar empleo en las poblaciones más pobres, pero al iniciar la batalla descubrió esa otra parte oscura y terrible de sí mismo”, escribió el autor.
Su falta de interés en un movimiento efectivo y su poca experiencia como estratega militar lo convirtieron en un líder permisivo que no se inmutaba ante los crímenes que cometían los Insurgentes. Realizaron masacres y saqueos en Celaya, Vayadolid, Guanajuato y Guadalajara, pero lo único que le importaba a Hidalgo era ganar las batallas para continuar creciendo su imagen de hombre victorioso.
En Jalisco pidió una de las matanzas más sanguinarias durante la guerra. El 13 de noviembre un pequeño batallón Insurgente comandado con José Antonio Torres atacó la comunidad de Zacoalco y derrotó al ejército realista del sitio. Cuando Hidalgo ingresó a la ciudad, le entregó presos a 700 españoles como muestra de reconocimiento.
Pero a los días siguientes hubo un rumor sobre conspiración e Hidalgo decidió no investigar; optó por asesinarlos a todos. En grupos de 30 en 30 personas el ejército Insurgente asesinó a puñaladas a los habitantes del pueblo.
A pesar de que Allende intentó impedir la masacre de personas que pudieron ser inocentes, el cura no quiso hacer caso y continuó hasta que todos murieron. Un tiempo después cuando fue capturado por la corona española y enjuiciado, Hidalgo se declaró culpable de estos y otros crímenes cometidos bajo su liderazgo, pero su arrepentimiento no lo salvó de ser fusilado el 30 de julio de 1811.