En México, los pobres mueren más, mucho más por covid-19. A horas de que se alcancen los 50 mil decesos, las estadísticas oficiales muestran que la pandemia tiene una mayor letalidad en los municipios marginados: en casos extremos, sus habitantes tienen hasta siete veces menos probabilidades de sobrevivir al coronavirus que aquellos que residen en zonas de mayor desarrollo.

A escala nacional, el monitoreo del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) detalla que en los 427 municipios más pobres, donde 80 por ciento de la población no puede comprar una canasta básica, muere 14.1 por ciento de los infectados, mientras que en las 54 alcaldías más prósperas, el nivel de letalidad disminuye a 8.1 por ciento.

Por ejemplo, en la alcaldía Miguel Hidalgo, en la Ciudad de México, la tasa de letalidad entre enfermos de covid-19 es de 8 por ciento. En Motozintla, Guerrero, es casi cuatro veces mayor: 34 por ciento.

El mismo panorama se repite en la alcaldía Benito Juárez, cuya tasa es de 9.4 por ciento, mientras que en el municipio poblano y predominantemente indígena de Tlachichuca es de 30 por ciento.

No hay ejemplo más drástico de estos dos rostros del nuevo coronavirus que el de dos hombres de 54 y 57 años que viven en el mismo país, pero que podrían habitar en continentes diferentes. Estas son sus historias.

La forma en la que el covid-19 ha golpeado a los municipios de San Pedro Garza García y Tlapa de Comonfort, ubicados en lados opuestos de la escala social, revela mucho de la división que vive México entre ricos y pobres, y que las más de las veces lo que mata no es el virus, sino la pobreza. En ambos se ha reportado casi la misma cantidad de infecciones con efectos diferentes.

En Saint Peter, como le dicen algunos de sus habitantes, solo ha perdido la vida 4.13 por ciento de los casos positivos. En Tlapa, la mortandad es cinco veces mayor: 22.14 por ciento. Las desigualdades no paran ahí.

Mientras que los habitantes de San Pedro Garza García cuentan con al menos tres hospitales privados de primer nivel, una clínica del IMSS, una municipal y están muy próximos a la zona hospitalaria de Monterrey —además de que tienen Houston a una hora en avión—, los tlapanecos solo tienen a su disposición un hospital de tercer nivel que atiende casos de covid-19 y que se encuentra a más de 600 kilómetros de distancia de las 80 comunidades más vulnerables que integran este municipio.

Además, 73 por ciento de los indígenas de la montaña guerrerense viven en niveles de pobreza, según el Coneval, y 89 por ciento cuenta solo con la cobertura que le ofrece el recién creado Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi), que reporta 16 clínicas de tercer nivel donde atienden casos de consulta externa.

Esa disparidad entre servicios de salud se refleja en la historia de la muerte de Raúl Ortiz, un tlapaneco de 54 años que se contagió mientras conducía una camioneta de transporte público en la que viajaban migrantes que retornaron de los estados del norte con el inicio de la jornada de sana distancia.

Él era de la comunidad guerrerense de Cochoapa el Grande, un sitio a 77 kilómetros de Tlapa. Cuando comenzó a sentir los primeros síntomas estaba en su casa. Tuvo fiebre, dolor muscular y perdió el sentido del gusto. Atribuyó los síntomas a un resfriado común y se fue a dormir.

Al otro día tomó un baño, desayunó un poco de leche y una aspirina y abordó su camioneta. Durante toda su jornada laboral los síntomas incrementaron y, pese a eso, nunca dejó de trabajar, infectando a más personas en el trayecto. Ese día convivió con al menos 32 pasajeros de forma directa.

Al día siguiente, afectado por la fiebre, salió en busca de un médico. No tuvo suerte, puesto que el dispensario médico Joya Real de Cochoapa el Grande está cerrado y sin doctores desde hace año y medio.

La siguiente opción fue ir en busca del médico que contrató de forma particular Petra Martínez, una de las integrantes del consejo comunitario que, ante el anuncio de la pandemia, acordó junto con sus vecinos llevar un médico general al que se le pagan 5 mil pesos quincenales.

El doctor, que prefirió no dar su nombre, fue instalado en una habitación ubicada a un costado de la parroquia donde el techo es de lámina, y el único colchón que hay funciona como cama y área de revisión de pacientes.

Pero aquella noche la condición de Ortiz era tan grave que ni el médico general quiso atenderlo. La única opción fue llevarlo al Hospital General de Tlapa de Comonfort, en un auto particular que les cobró 5 mil pesos.

Ahí la situación no mejoró: los hijos de Raúl no pudieron ver a su padre en una semana y la única persona que les daba información sobre su estado era una joven enfermera que salía a pedirles tanques de oxígeno, paracetamol y en los últimos días hidroxicloroquina, fármaco que solo conseguían en Puebla.

“Nunca nos dijeron si le hicieron o no la prueba, lo único que dijeron era que no había medicamentos aquí en Tlapa y que los consiguiéramos donde se pudiera. Mil 800 pesos nos costaba media caja y la encargamos con una familia que igual lo compraba para su paciente, pero ni así sobrevivió mi papá”, comparte Aurelia Ortiz, su hija mayor.

Ortiz murió una semana después de estar internado. Nunca se le hizo una prueba de covid-19. En el acta de defunción la causa de su muerte solo señala: “Síndrome de insuficiencia respiratoria severa y neumonía atípica”.

ENFERMAR EN PRIMERA CLASE

Levantarse temprano para ir al gimnasio de Club Campestre o correr en la montaña de Chipinque es la rutina de las mañanas de muchos sampetrinos como Antonio Pena, habitante de la Torre Sofía y quien después del 11 de marzo se volvió más cotizado que la marca de automóviles que representa.

Luego de recuperarse del covid-19 como el “paciente cero” de Nuevo León y cursar la enfermedad asintomático, se ha vuelto una especie de alter ego de muchos habitantes de San Pedro que lo saludan y lo felicitan en sus redes sociales, como si hubiera vuelto de una guerra.

¿Quién es Antonio Pena? Antes de ser el paciente cero en San Pedro ya era un hombre famoso, pues ser dueño de la filial de Audi en México siempre lo ha tenido frente a los reflectores.

A diferencia de Ortiz y sus hijos, la familia Pena no enfrentó la muerte e incluso Valentina, Macarena y Paloma, las hijas del empresario, abrieron una cuenta de Instagram donde contaron día a día cómo se lleva una cuarentena en San Pedro.

Por ejemplo, en una de las fotografías compartidas por las hermanas Pena aparecen trabajadores de la empresa Mesil México. “Mesil México desinfectó todo el departamento con un producto biológico hecho con nanotecnología que deja los espacios libres de virus y bacterias por 30 días. Las áreas de trabajo de nuestro papá serán desinfectadas de la misma manera por la seguridad de todo el personal y los clientes”, escribieron.

En un principio fue diagnosticado de resfriado común en un consultorio médico, pero ante la nula mejoría se acercó a una Farmacia del Ahorro donde el médico gratuito del lugar le pidió que por sus antecedentes de viaje se debía “hacer la prueba”.

El 9 de marzo, en el Hospital Muguerza en Monterrey, Nuevo León, le confirmaron por 4 mil pesos que era el primer portador de covid-19 en Nuevo Léon. La prescripción médica incluyó aislamiento en su casa, ubicada en la colonia Valle del Campestre, un exclusivo fraccionamiento donde viven algunas de las familias más acaudaladas del país.

Frente a la efervescencia del primer caso de SARS-Cov2, la Secretaría de Salud estatal envió un equipo de médicos al domicilio de Pena y en cuestión de horas le confirmaron el diagnóstico.

Se aisló en su cuarto con los cuidados de su esposa y equipo de servicio doméstico, quienes le brindaban comida. De esta forma nunca tuvo la necesidad de salir de su habitación: “Afortunadamente no ha habido mayores molestias en mi esposa, hijos y Marce, que nos ha ayudado mucho”, explicó el empresario en un video subido a redes sociales.

En ningún momento tuvo fiebre, lo que le permitió seguir trabajando desde su cuarto mientras que sus defensas combatían el virus. Además señaló que la enfermedad le costó menos de 5 mil pesos: 4 mil 60 por la prueba y cerca de 500 las pastillas. Hoy ha vuelto a su trabajo, sin secuelas.